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El recuerdo de los papeles en fuego


Entre la cantidad de detalles que Germano salvó se encuentran sus botas, que se presentarán en el museo memorial.
Entre la cantidad de detalles que Germano salvó se encuentran sus botas, que se presentarán en el museo memorial.

Encontramos a Germano en una esquina de la zona cero, donde hace diez años se convirtió en uno de los supervivientes al 11-S.

Germano Riviera es una de esas personas que parecen 'típicas'. Llegar a Nueva York días antes del décimo aniversario de las torres gemelas, encontrar un superviviente que cuente el tipo de historias que cuentan los supervivientes de tragedias frente a la zona cero, concediendo una entrevista tras otra, genera la impresión de repetición.

Cuando lo veo me lo imagino agrandado después de contar una y otra vez, año tras año, la misma historia. Pero Germano no es lo que parece, y conforme habla no hay un calificativo que le quede menos adecuado que el de 'típico'.

Trabajaba en una joyería, en la calle 192 de Broadway. Ese día compró un café en el delicatessen de la esquina, donde ahora queda el Burguer King, y se lo vino a tomar en medio de las torres gemelas a las 7.30 de la mañana. “Era un día muy bello, muy soleado, y ninguno de nosotros en el mundo pensábamos que algo tan horrendo y tan catastrófico sucedería ese día”, contará después.

Parece increible la cantidad de detalles insípidos que uno retiene sin ser consciente de que ese va a ser un momento histórico. Germano, por ejemplo, recuerda que ese día su jefe llegaba tarde, como muchos otros después de un evento deportivo el día anterior.

Abrieron la joyería, sacaron las joyas y las colocaron. Manhattan amanecía un día más. Desde la ventana de la tienda se veía la torre norte, y como muchos otros contarían después, su jefe pensó que había sido un accidente cuando ambos escucharon al primer avión estrellarse.

“Apenas dijo eso una niña entró en la tienda estremeciéndose bien fuerte y dijo 'vamos a morir, vamos a morir'. Yo la abracé y le dije 'no, nadie se va a morir aquí'. Cuando salí a la calle ya venían las ambulancias y les dije: '¿Puedo ayudarles?', '¿en qué puedes ayudar, qué sabes hacer?', me preguntaron. 'Yo soy un ex sargento de las fuerzas armadas de Estados Unidos y estamos entrenados para todo este tipo de circunstancias', les respondí”.

Germano ha terminado su entrevista con una cadena televisiva de Colombia, país en el que nació pero del que poco recuerda desde que llegó a Estados Unidos con 50 dólares en el bolsillo y sin ninguna intención de regresar. Todos los años le llaman para que venga a la misma esquina para hacer una entrevista parecida sobre lo que vivió. Me pregunto si todos los años contará lo mismo o si las versiones variarán.

Apagamos la cámara y emprendemos un paseo para rodear la zona cero mientras, emocionado, Germano me detiene a cada paso señalando 'aquí había una tienda de belleza a la que se le habían roto todos los cristales'; 'aquí dormí con un montón de bomberos'; 'en esta cristalera pusieron un cartel bien grande en el que estaba escrito con rotulador la palabra morgue'.

Detalles

“Empezamos a evacuar a la gente de la torre norte. Yo les agarraba del brazo y las traía a las ambulancias. Vi el segundo avión y no sabía qué pensar. Los escombros empezaron a caer, y la gente se empezó a tirar de la torre. Y lo que más me impresiona, que nunca me deja la mente, es cómo un ser humano se ve al tirarse de tanta altura, y ver un cuerpo destruirse completamente cuando caen al pavimento. Explota en el piso y sale la sangre hacia arriba y ver uno hacia lo lejos y el cuerpo ya no se ve, algo plano, plano... es indescriptible, no tengo palabras para describir el sentimiento de ver algo tan horrendo”.

Después de los detalles llegan las curiosidades, y Germano me cuenta que el edificio ubicado en el número 1 de Liberty Street tembló de un lado a otro. Todos pensaban que se iba a caer, dice, y después se quedó torcido, pero sigue en uso. O el techo de otro de los edificios ubicado en el West que era de color verde y en el que ahora se pueden ver partes de un gris oscuro. “Los reemplazaron porque habían caído muchos cascotes y ahora es hierro nuevo, sin oxidar”.

En ese edificio del tejado verde instalaron la sala de emergencias. “La gente comenzó a llamarme doctor. Me sentí bastante incómodo, y les dije a los doctores en sus oídos 'doctores, me están llamando doctor', y me dijeron 'no te preocupes, sigue haciendo lo que estás haciendo, lo estás haciendo bien, si es algo más grave nos avisas'”. Germano cortaba pantalones, tapaba heridas, y mandaba a los bomberos a otros doctores para que recibieran la atención médica pertinente.

Al día siguiente volvió con la intención de encontrar gente viva. “Yo me quedé aquí buscando entre los escombros durante cinco días. Al quinto día me sacaron. Encontré muchos pedazos de seres humanos, entre ellos encontré a una persona que trabajaba en el piso 104 para una compañía que perdió más de 600 empleados”.

No lo cuenta sino hasta mucho más tarde, dubitativo sobre si es algo que yo deba saber. Una vez se fue a Las Vegas con unos amigos para despejarse después de la experiencia traumática. Estaban comiendo en un restaurante y perdió la conciencia. Cuando reaccionó le contaron que había estado escarbando debajo de la mesa, como buscando algo. Germano cree que fue el olor a carne quemada que le habían servido lo que le hizo enloquecer, rememorando la sensación que tuvo al navegar entre escombros aquellas noches eternas después del 11-S. Se remanga y me enseña su piel de gallina.

“Cuando llegué a casa mis ojos ardían demasiado. Tragué tanto polvo cuando la torre sur cayó... Los cascotes me caían en la cabeza y en la espalda y me acurruqué pensando que una viga me iba a caer encima, y yo recé, Dios mío me iba a morir. No veía mi mano enfrente de mi cara por la cantidad de polvo, se oscureció completamente, una explosión me tiró y caí. No podía ver nada, gateaba, había unos carros parqueados, los tocaba y estaban bien calientes. Mucho polvo se introdujo por mi boca y mi nariz, una persona me salvó cuando abrió una puerta de un almacén para que me metiera y yo vomitaba lodo, me salía lodo por la nariz y los ojos me ardían”.

“Yo no sabía dónde estaba porque todavía no podía ver nada en la calle. Cuando abrí la puerta había muchos zapatos, carteras, lentes, mucho papel. Había papeles que caían todavía en fuego del cielo. Miré uno de los avisos de las calles y pude ver que estaba en Broadway, y cuando volví aquí era increíble la destrucción. Yo creía que todavía habría pisos, pero a medida que el polvo disminuyó me di cuenta que no había nada”.

“Yo quería morirme, porque mi cuerpo... yo voy al psiquiatra y le digo que todavía parte de mí, de mi cuerpo, está todavía aquí buscando supervivientes. Todavía sigo buscando a alguien. Durante estos diez años Dios me ha ayudado a sobrepasar, no todo el dolor, pero a ver las cosas de manera más diferente, he aprendido a apreciar la vida un poco más. Si me preguntas si soy una persona feliz, te voy a contestar que no. No soy la persona que era diez años atrás”, cuenta.

Cada pocos minutos Germano saluda a alguien en la calle. Le pregunta como está y si ve la oportunidad se detiene a charlar. Primero hablamos con Gary, un fontanero que trabaja en la construcción de los nuevos edificios. Nos cuenta que la torre en construcción ya está vendida, en su mayoría a una compañía japonesa. Después saludamos a un policía que supervisa las obras en la zona, como tantos otros en estos días. Germano le cuenta que él estuvo allí mismo cuando todo pasó, pero que no por eso espera que le den un trato especial cuando le pregunta si podemos pasar para tomar unas fotos. Por último, una señora con un mapa a la que le ofrece ayuda. Le cuenta que él conoce la zona a la perfección, puesto que le tocó vivirlo.

Entre la cantidad de detalles que Germano salvó se encuentran sus botas. “Mis botas se derritieron cuando estaba trabajando en los escombros. Bajamos 70 pies abajo buscando supervivientes. Preguntábamos '¿hay alguien vivo?', al ver que nadie respondía seguíamos bajando. Yo noté que me estaba calentando mucho, y le dije al bombero que estaba al lado mío 'señor, perdone, pero siento que me estoy quemando', pusieron luz hacia abajo de mis pies y mis botas se estaban derritiendo, tenían burbujas de goma bien grandes y abrieron la manguera y comenzaron a echar agua”.

Hoy Germano lleva unos zapatos amarillos al estilo montañero. Tienen suela de goma, pero esta vez es bien gruesa. Aunque ahora, a sus sesenta años, cojea, y no se siente con las mismas fuerzas. Como cada 11 de septiembre desde 2001, Germano espera estar en el WTC a las 6 de la mañana, una vez más “y hasta que Dios me quite la vida”.

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